He visto la luz.

"Este relato está dedicado muy especialmente a mis padres, quiénes me dieron la vida en dos ocasiones, una, al nacer, como a todo el mundo, y la otra con su APOYO, COMPRESIÓN, AMOR, SABIDURÍA Y PACIENCIA con la que afrontaron y me ayudaron a superar esta enfermedad y TODO lo que ello conlleva; ellos son las dos únicas personas de este mundo a las que ADMIRO REALMENTE, mis dos ÚNICOS ÍDOLOS...

A mis hermanos, sobre todo a ti, por estar ahí... A mi querida abuela, que pudo disfrutar desde el cielo de mi curación, y a Sonic... OS QUIERO..."

Hoy he vuelto a pisar el suelo del hospital tras dos años alejada de él. He recorrido sus largos pasillos y también he visto a los enfermos allí hospitalizados. Sus rostros reflejaban el dolor y el sufrimiento que nos invade cuando cualquier enfermedad hace presencia en nuestra vida. Desde un principio, esos cuerpos y caras tan deteriorados me habían impresionado enormemente. Hoy también ha sido así, pero me he dado cuenta de que, a pesar de estar atravesando situaciones muy delicadas, en muchos de esos pacientes se podía ver un destello de esperanza, unas tremendas ganas de volver a disfrutar con salud del maravilloso mundo que nos rodea. Y yo, en aquellos interminables días en el hospital, después de haber visto a tantos y a tantos enfermos, no me había dado cuenta de que nunca hay que perder la ilusión por vivir. Pero es lógico; en aquellos días la enfermedad me estaba consumiendo y no me dejaba observar la realidad.

Me había quedado en estos pensamientos hasta que mi padre, cariñosamente, me cogió del brazo y me preguntó si quería seguir adelante. Yo asentí con la cabeza, pues había tomado una decisión y la tenía que llevar a cabo como fuera. Así que seguimos caminando hacia nuestro objetivo y, antes de que yo lo hubiera deseado, tenía ante mis ojos la puerta en la que se indicaba la entrada a la Unidad de Anorexia Nerviosa. Me quedé mirando hacia el cartel unos instantes, decidiendo que a partir de ahí tenía que hacer yo sola el camino. Mis padres, en un principio, no accedieron, pero al ver mi seguridad ante este pequeño reto que me había impuesto, decidieron esperarme fuera. Nos miramos y vi de nuevo esa cara de plena felicidad que tanto me gusta, una cara que refleja la victoria ante una horrible, difícil y complicada enfermedad: la anorexia. Y así fue como me salió una de esas sonrisas espontáneas y llenas de agradecimiento con la que ellos tanto disfrutan. Habían pasado tantos años sin ese simple gesto, que al observarlo de nuevo se emocionaron, inundados de una felicidad indescriptible. Y después de esa mirada tan significativa para nosotros, sentí más fuerza todavía para realizar mi propósito.


He de reconocer que una vez dentro de la Unidad me invadió una momentánea sensación de inseguridad. Pero es lógico, por aquellos días atravesar esa puerta era algo terrible para mí. Pensaba que me adentraba en un terreno donde todo el mundo me obligaba a comer porque querían verme gorda y fea (¡qué tremenda equivocación!). Es increíble lo ciega que estaba, pero la anorexia es así de traicionera. Vives engañada por pensamientos absurdos, y lo peor de todo es que nadie podía hacer que entrara en razón; lo que yo veía era la verdad, los demás sólo querían engañarme y burlarse de mí. Ciega, estaba ciega, completamente ciega.

Tres pasos más y a mi derecha tenía la puerta del comedor. Puesto que faltaban unos minutos para el más tortuoso momento del día para una anoréxica, la comida, supe que María tendría que estar allí para hacer que el tan temido suplicio de las enfermas transcurriera de la forma menos penosa posible. Por aquel entonces no me daba cuenta de que sólo intentaba ayudarnos; que quería transmitirnos el mayor cariño y apoyo para que nos sintiéramos más relajadas. Mas yo sólo veía a una persona cruel que disfrutaba con nuestro sufrimiento. Por esa razón sentí algo de miedo al ver de nuevo el comedor. Pero no es de extrañar, María era una de las personas más temibles de la Unidad, y hay ocasiones en las que es inevitable que los recuerdos te traicionen.


Tras estos instantes de dudas , pude observar por fin el comedor. Durante mi enfermedad a esa habitación le asignaba el nombre de "la sala de tortura". Para mí era una estancia de lo más sórdida, angustiante y temida. No vi allí a ninguna de las enfermeras, pero las mesas ya estaban todas preparadas. Me pareció que habían cambiado la decoración y que habían pintado las paredes con tonos más alegres, añadiendo además un montón de carteles o cuadros de festivas representaciones. Me pareció todo un acierto; así las chicas se sentirían más relajadas. Cuando me deleitaba con aquel maravilloso ambiente percibí el sonido de unos tacones acercándose a la sala. Era María, sin duda. Recordaba perfectamente aquel andar tan dinámico y alegre. Cuando entró en el comedor me miró durante unos segundos, que a mí me parecieron horas. No pude evitar ponerme tensa al comprobar su expresión de absoluta confusión. Sólo me relajé cuando su rostro se transformó, exhibiendo ahora una inmensa alegría y plena satisfacción al ver mi aspecto tan saludable. Nunca la había visto tan contenta; irradiaba auténtica felicidad. Al momento, María se abalanzó sobre mí y me rodeó tiernamente con sus brazos, intentando a la vez evitar que yo me diera cuenta de que se habían humedecido sus lindos ojos azules. Debido a la tremenda emoción que le embargaba, me susurró con cierta dificultad unas palabras muy sencillas, pero expresadas con tanto cariño y sinceridad que jamás podré olvidarlas: "Por fin has visto la luz, Sara, por fin..." Tras escucharla yo tampoco pude evitar que mis ojos se inundaran de lágrimas. Fue un momento muy especial. Después de haber pasado juntas aquellas interminables y sufridas comidas, aquellas largas tardes en las que ella intentaba sin éxito que una sonrisa o un pequeño gesto de vida asomara en mi rostro, ese instante significaba mucho para nosotras; era nuestra recompensa. Cuando logramos calmarnos conseguí por fin expresarle a María mi gratitud por el apoyo que me había brindado:

-Hola, María... Sí, he visto la luz -dije, sonriendo-. Siempre he querido agradecer el apoyo de las personas que desinteresadamente me han ayudado. Una de ellas... eres tú. Gracias, muchas gracias.

-Oh, mi niña, no tienes por qué agradecerme nada. A mí me basta con saber que estáis curadas, no necesito nada más. La que en verdad tiene que dar las gracias soy yo, pues me has venido a visitar. Sé que te habrá costado mucho volver a ver todo esto. Sobre todo el comedor... Cuántas pesadillas habrás tenido relacionadas con estas cuatro paredes, ¿verdad? Pobrecilla mía... -comentó María con su habitual ternura.

-Sí, tuve bastantes pesadillas, y también me ha costado un poquito venir aquí. Pero ha merecido la pena, no te preocupes. Mira, te he visto muy contenta y ha sido muy bonito para mí. Y además me voy con un recuerdo mucho más grato de este comedor; lo habéis dejado precioso. La de antes era una decoración mucho más triste -le dije entusiasmada.

Como María tardaba bastante en responderme, fijé de nuevo la mirada en ella, y al comprobar que su rostro reflejaba total perplejidad, mi desconcierto fue aún mayor. Inmediatamente, y antes de que yo me asustara demasiado, me explicó el porqué de tan exagerado asombro:

-Sara, es que... la decoración del comedor no la hemos tocado desde la última vez que estuviste aquí. De hecho, los colores están más apagados por el paso del tiempo... Eres tú, preciosa, la que has cambiado -dijo, mirándome con dulzura.

-Desde aquella hermosa mañana en que comenzó mi recuperación, me han sucedido bastantes situaciones similares a ésta, y no deja de sorprenderme cómo nuestra mente puede llegar a distorsionarlo todo. Es verdaderamente increible. Pero bueno, ya lo he superado -y le mostré una sincera sonrisa.

-Sí que lo has superado, mi niña -me dijo María mientras me pasaba tiernamente su mano por mi mejilla derecha-. Basta con verte. Estás preciosa. Sigues delgadita, pero estás preciosa igual. Da gusto verte esa cara tan radiante -y antes de que la emoción volviera a dejarse notar en forma de lágrimas, me guiñó un ojo y, dándome un pequeño golpecito de complicidad con el codo, añadió: "Hasta sabes interpretar bien mis pésimas actuaciones cómicas. ¿A qué te has creído que estaba verdaderamente sorprendida?"-y me brindó una de sus sonrisas tan contagiosas.

-Bueno, un poquillo exagerada, pero... sí, me lo he creído -contesté, intentando sin éxito que no saliera de mí esa risa espontánea que surge cuando te sientes llena y con unas enormes ganas de vivir. Y así, sin quererlo, pues no estábamos en el lugar apropiado para expresar nuestra alegría, nos reímos las dos juntas irradiando verdadera felicidad, hasta que entró Beatriz, una compañera de María, indicándole aceleradamente que las chicas ya estaban aquí. De inmediato, María se dirigió hacia ellas para acomodarlas en sus respectivos asientos y servirles su comida. Fue un momento un tanto difícil; tenía ante mí el vivo reflejo de lo que yo había sido durante varios años: cuerpos esqueléticos y demacrados, caras extremadamente huesudas, cansadas y ojerosas, rodeadas del escaso cabello que había sobrevivido a la desnutrición, y esa mirada sin vida tremendamente sobrecogedora. No era de extrañar que María no me hubiera reconocido, no es fácil reconocer a una persona sana y alegre después de recordarla en un estado de completo deterioro y sin rastro de vida. Me encontré, pues, en una situación bastante desalentadora. Aquellas chicas tan jóvenes estaban sumidas en un mundo oscuro y traidor que no les dejaba sentir lo verdaderamente maravilloso que es vivir. Una anoréxica no sabe valorarse; ven su cuerpo, su valía y su belleza de una forma exageradamente distorsionada e irreal, lo que les hace sentirse verdaderos monstruos. Empezaron a despertarse en mí sentimientos de verdadera impotencia. Qué podía hacer yo para que volvieran a sentirse vivas, para que salieran cuanto antes de esa trampa que es la anorexia. No sé cuánto tiempo me quedé comtemplando esa escena tan estremecedora, intentando buscar la manera de ayudarlas; sólo sé que tenía de nuevo a María enfrente. Después de haber situado a las chicas y serviles, había venido para saber cómo me encontraba:

-Sara, cariño, perdona por haberte dejado aquí sola y tan de repente. Las chicas necesitan mucho apoyo en estos momentos- aclaró, secándose las manos en su gastado delantal-. ¿Estás bien, pequeña?.

-Sí, pero es duro para mí ver cómo estas chicas se autodestruyen. Yo estuve en su estado y sé lo que se sufre. Es horrible, María -respondí con tristeza.

-Sí, mi vida. Llevo mucho años encontrándome con esta escena cada mañana y nunca seré incapaz de sentir una punzada de dolor al contemplarlas. -Tras una breve pausa, continuó-. Pero lo peor es verlas en la UCI... ¿Te acuerdas de Sofía? -Asentí con la cabeza; Sofia había ingresado poco antes de haberme marchado del hospital-. Ahora está en cuidados intensivos, alimentada únicamente con suero. Su madre está junto a ella prácticamente las veinticuatro horas del día. No tiene a nadie que le releve para cuidar a Sofía y no descansa lo suficiente. Su marido falleció recientemente y la poca familia que le queda no comprende esta enfermedad. Por esta razón las únicas palabras que logra articular Sofía, ya con mucho esfuerzo a causa de su debilidad, son para decir que está sola, que todos la han abandonado, que ya no tiene motivos para seguir viviendo, que todo es muy triste...

-Pero, María -le interrumpí-, Sofía tiene a su madre... Sólo vive para ver a su hija curada... Si Sofía supiera lo que se siente al ver la felicidad de una madre que comprueba que su hija va avanzando poco a poco, no dudaría en luchar con todas sus fuerzas.

-Ya lo sé, cariño, todas las chicas tienen a alguien que les quiere y apoya, pero ya sabes, están muy débiles y muy enfermas y Sofía especialmente, lleva demasiado tiempo así ...-respondió María con la mirada triste.
-Si yo pudiera ayudarlas... -dije desconsoladamente.

-Sara, sí que puedes, querida. Podrías venir y contarles a ellas tu experiencia, cómo te has curado. Claro que puedes, anímate.

-Pero yo no creo tener los conocimientos adecuados para ello -le contesté muy apenada.
-Tú has pasado por lo mismo que están pasando ellas, eso vale mucho. Además, tenemos a la doctora Sonia, que sabrá guiarte -me dijo María, bastante acelerada, pues tenía que ir a atender a las chicas-. Tengo que ir con ellas, necesitan todo el cariño posible. Tú ya lo sabes -se despidió rápidamente y, mientras se retiraba, añadió:- Perdóname, vida, me hubiera gustado mucho charlar más contigo, lo siento de verdad. Gracias por venir, me has hecho muy feliz. Ah, y piensa en lo que te he dicho. Y, antes de que se alejara demasiado, añadí con convicción: .

-María, volveré. Cuenta conmigo.

Ella se dio la vuelta mientras seguía caminando y, con una sonrisa radiante, me dijo:

-Gracias de nuevo, preciosa. Sabía que volverías, eres un sol -y me lanzó otro de sus tan graciosos y cariñosos guiños.


Sí, podía hacerlo. Sería maravilloso lograr ayudar a alguna de aquellas chicas. Hablando con ella, quizás Sofía se diera cuenta de lo mucho que la necesitaba su madre. Tal vez el verme curada podría impulsarle a empezar su propia recuperación... Sí, les contaría mi experiencia durante esta enfermedad, y también les hablaría del día en que me di cuenta de lo bella que es la vida. Nunca olvidaré aquella mañana de otoño en la que estaba totalmente hundida... La noche anterior había tenido una riña con mi familia... Mi irritabilidad iba en aumento, y todo me molestaba, lo cual hace excesivamente complicada la convivencia. Recuerdo que les grité mucho a mis padres y a mis hermanas, pero no sé exactamente lo que les dije. Salí de la cocina dando un fuerte portazo y corrí a encerrarme en mi habitación. Lloré y lloré sin querer atender las llamadas de mis padres, que estaban muy preocupados por mí. Estaba totalmente abatida. Me sentía un ser despreciable por haber gritado a las personas que más quería y que más me apoyaban. Además, no podía evitarlo, lo que hacía que todo fuera todavía más insoportable. La situación empeoró aún más cuando percibí los llantos entrecortados de mi madre. Era el principio de la noche más espantosa de mi vida. Poco antes del amanecer, después de haber llorado toda la noche, no me quedaban más lágrimas que derramar. Nunca antes había durado tanto una de mis crisis. Me sentía hundida en un abismo negro del que creía que no iba a poder salir en toda mi vida. Intenté buscar una solución, y sólo se me ocurría una: desaparecer. Mis padres recuperarían la normalidad y podrían volver a ser felices. Qué equivocada estaba. Si hubiera desaparecido habría condenado a mis padres a pasar el resto de su vida sumidos en una inmensa tristeza; perder una hija es lo peor que les podría pasar, infinitamente peor que verme enferma. Fue entonces cuando, sin saber por qué, pues estaba agotada, me di la vuelta y abrí los ojos. Tras secar como pude mis lágrimas, vi cómo mi habitación se iba llenando de una luz maravillosa; nunca había visto nada igual. No sabía de dónde provenía esa luz hasta que me fijé que aquella noche no había bajado las persianas. Tampoco sé por qué tuve ese despiste, pues en toda mi vida nunca había dejado de bajarlas. Así descubrí que era la luz del crepúsculo la que invadía mi habitación. Hipnotizada, me dirigí hacia la ventana. El espectáculo que ahora tenía ante mí era aún más bello: los rayos del sol atravesaban las despobladas ramas de los árboles, iluminando a su vez a las hojas que aún sobrevivían en ellas y a las que revoloteaban a su alrededor, haciendo que su hermoso dorado natural resplandeciera aún más. Estaba extasiada contemplando tanta belleza, por lo que abrí la ventana sin pararme a pensar en el frío que pudiera sentir, y dejando que el aroma del otoño, mezclado con el del mar, tan cercano a mi casa, me invadiera con su presencia. Ante mí se manifestaba la grandeza y la belleza de la vida, que había pasado desapercibida a mi alrededor tantos años a causa de una enfermedad que me cegaba. No podía seguir así. Quería vivir y disfrutar de ese asombroso mundo... Sí, yo podía hacerlo. Un temblor recorrió todo mi cuerpo, pero yo no sentía frío; las repentinas ganas de vivir era la verdadera razón de mi estremecimiento. Me encantaba esa sensación, y lo que más deseaba era seguir disfrutándola. Me vestí apresuradamente, abrí la puerta y corrí hacia la cocina. Era el mismo recorrido que había hecho la noche anterior. La gran y única diferencia era que yo empezaba a ver la realidad.

Entré en la cocina saludando efusivamente a mis padres y a mi hermana pequeña, Ana, tal y como lo hacía antes de estar enferma. Fue un acto totalmente espontáneo; estaba volviendo a ser la misma de siempre. Ellos resultaron gratamente sorprendidos, no daban crédito a lo que veían, pues habían pasado mucho tiempo sin poder disfrutar de ese saludo. Contemplar su faz tan ilusionada y feliz reafirmó mi propósito: merece la pena vivir. Todo transcurría maravillosamente hasta que, de repente, noté cierta inquietud en las miradas que intercambiaban mis padres y mi hermana. No entendí nada de lo que estaba pasando hasta que me di cuenta de que Ana estaba desayunando, y no era su desayuno habitual. Tenía en sus manos las galletas de chocolate que a mí tanto me gustaban y que, a su vez, tantos disgustos y fuertes crisis provocaban en mí cuando las veía y me daba cuenta de que no las podía comer. La pobre Ana no sabía qué hacer, estaba aterrada ante mi posible reacción. En ese momento yo me encontraba pletórica, el maravilloso espectáculo que me había brindado hace unos minutos la naturaleza y, sobre todo, las caras de completa dicha de mis seres más queridos me habían transmitido tal alegría y confianza que, sin dudarlo, le dije a Anita si no le importaría darme una de sus galletas. Ella, después de soltarme una esplendorosa sonrisa al haber escuchado de nuevo cómo su hermana mayor volvía a llamarle Anita después de tantos años, miró a mis padres como pidiéndoles permiso para poder darme una de mis galletas preferidas. Al no obtener respuesta, pues estaban tan perplejos como mi pequeña Ana, me extendió la mano. Como estaba encantada con el brillo tan intenso de alegría que desprendían sus ojos, cogí la galleta sin pensarlo y le di un mordisco que me supo a gloria, no especialmente por su sabor, sino por lo que ello significaba. Aparentemente todo iba bien, estaba masticando la galleta y la cara de satisfacción de mi familia no me hacía pensar en otra cosa. Lo peor llegó cuando mi enfermedad hizo acto de presencia. Me había tragado el trocito de galleta y un sentimiento de culpa empezaba a crecer en mi interior. Como solía pasar en estos casos, me invadió el pánico, el horror, había ingerido un alimento prohibido para mí y las consecuencias podrían ser muy graves. Sólo había una solución, o eso creía yo. Tenía que salir corriendo de allí, encerrarme de nuevo en mi habitación y empezar a hacer abdominales o cualquier otro ejercicio hasta que yo creyera conveniente. Pero tampoco podía decepcionar a mis padres y a mi hermana, no podía hacerles sufrir de nuevo. Volvía a ser una mala hija como la noche anterior. Mi estado de confusión fue tal que mi cuerpo empezó a temblar. La enfermedad acudía a mí en su estado más álgido. Empezaba a percibir esa terrible sensación que no se puede expresar con palabras y que sólo sabemos lo que realmente es las personas que padecimos o padecen la anorexia. Cuando ya, abatida, desesperada, triste y completamente hundida, empezaba mi retirada a mi particular mundo de tortura, mis ojos se cruzaron con los de mis padres. Al ver su rostro, embriagado por la felicidad, las fuerzas reaparecieron de nuevo en mí y, sin dudarlo un momento, di otro mordisco a mi galleta preferida. Las reacciones de mis padres no las olvidaré nunca. Gracias a ellas estoy viva y disfruto de este mundo como nunca lo había hecho. Jamás los había visto tan emocionados, y toda esa dicha se la había proporcionado yo con el simple hecho de comer un pequeña galleta. Si hubiera sabido antes lo gratificante que es ver sonreír a los que sufrieron contigo semejante tortura, no hubiera dudado en dar antes este paso de gigante que me acercaba a mi curación. En pleno estado de éxtasis, cogí más galletas y le dije a Anita que se abrigara, pues íbamos a disfrutar del precioso día que hacía. Y así, salí corriendo escaleras arriba a buscar a mi hermana mayor. Estaba en su cuarto escuchando esa música que yo antes tanto había detestado. El caso es que, al oírla en ese momento, me pareció -y me sigue pareciendo- la música más bella que he escuchado nunca. Llamé a la puerta dos veces y, sin esperar respuesta, entré de sopetón en la habitación. Marta se había quedado helada al verme; era muy temprano para que yo estuviera despierta, así que aprovechaba para escuchar música, algo completamente "prohibido" desde que mi enfermedad hizo que yo detestara todo tipo de música. Pobre Marta, había pasado todos estos años escuchando furtivamente a su grupo preferido; ¡qué mal lo debía haber pasado!. Cuando empezaba a disculparse por su tremendo "error", le pregunté animadamente por el nombre del grupo que estaba escuchando.

-Pues... "La Oreja de Van Gogh" -me respondió, temerosa, como Anita lo había estado anteriormente.

-Es la canción más bonita que he escuchado nunca, me tienes que dejar oír contigo todo el disco -Marta estaba, como suele decir ella, alucinando-, pero ahora creo que es mejor que vayamos a disfrutar de este maravilloso día. Así que, abrígate que salimos en dos minutos. -Y pude ver de nuevo esa expresión de felicidad con la que tanto disfrutaba. Acababa de recibir otra inyección de moral.

Marta, pobrecita mía, no reaccionó hasta que se cercioró de que aquello estaba pasando realmente y no era un sueño. En cuanto estuvo completamente segura, saltó de la cama y empezó a vestirse. Volví a bajar las escaleras rápidamente, asombrada de mis repentinas fuerzas. En la entrada me estaba esperando Anita, qué preciosa estaba. La sonrisa de un niño es verdaderamente impresionante: sincera y llena de vida (otra dósis de energía). Me abrigué lo más que pude y, antes de terminar, ya tenía a Marta a mi lado, lista para salir. Las cogí a las dos de la mano y salimos corriendo a revolcarnos entre las hojas secas. Así fue cómo comenzó la mañana más feliz de mi vida. En pleno juego me di cuenta de que había dejado a mis padres solos y me alarmé un poco. Miré enseguida hacia la casa y los vi, abrazados, mirando cómo nos divertíamos. A pesar de mi preocupación observé que había obrado bien, necesitaban disfrutar ellos solos de este momento. Pero ya era hora de que se unieran a nuestra particular fiesta y les invité a acercarse a nosotras por medio de elocuentes gestos. Así estuvimos todos jugando como niños. Pero aún quedaba otra sorpresa. Anita mirando a los lejos nos indicó que Nando se estaba acercando. Nos dejamos llevar por la euforia del momento y empezamos a llamar a gritos a mi hermano mayor. Venía a pasar otro fin de semana a casa, no faltó uno solo desde su ingreso en la Universidad. Nos costó que nos viera, pues venía cabizbajo, seguramente pensado en el ambiente de desolación que le esperaba en casa. Cuando se dio cuenta de que alguien gritaba su nombre, levantó la cabeza e intentó distinguir a las personas que lo estaban llamando. Sus ojos le decían que era su familia la que le reclamaba su atención, pero su mente se aferraba a la idea de que todo era una estúpida confusión. Cuando estuvo más cerca se dio cuenta de que, sí, era su familia la que estaba jugando con las hojas secas del otoño. Como no se lo creía, miró confuso a mis padres, buscando una explicación.

-Nando, hombre, no te quedes ahí parado, con esa cara de tonto, y únete a la fiesta -dijo mi padre en su habitual tono alegre, que ya casi no recordábamos haber oído nunca.

Nando obedeció gustosamente a mi padre y, tirando sus maletas al suelo, se acercó dando brincos como un niño hacia nosotros. Y, cómo no, me mostraba de nuevo una de esas expresiones que tanto me ayudaban -y me ayudan- a seguir adelante.

Qué momento más glorioso, estaba tremendamente agotada (mi alimentación no era suficiente) pero feliz, muy feliz. El proceso hacia la curación no fue, ni mucho menos, un camino de rosas, pero el solo hecho de recordar aquella preciosa mañana de otoño me daba ánimos y fuerzas, haciendo que la recuperación me resultara menos dura. Pero ha merecido la pena. Ahora valoro todo mucho más que antes y, por ello, soy mucho más feliz. Cada vez que me paro a pensar en que podía haber tirado mi vida por la borda y que nunca podría haber disfrutado del privilegio que significa estar vivo, un escalofrío de terror recorre todo mi cuerpo. He sido inmensamente afortunada al darme cuenta de ello y, por eso, ahora quiero intentar ayudar a Sonia y María en su trabajo, esperando así que las chicas que acabo de ver gocen de este mismo privilegio. Muchas personas me dicen que ha sido una pena que haya perdido tantos años encerrada en casa, sin poder divertirme ni poder estudiar para asegurarme un buen futuro; yo no lo veo así, pues durante todo este tiempo he aprendido una lección mucho más importante que cualquiera que me hubieran podido enseñar en un aula. He aprendido a vivir y a disfrutar del maravilloso mundo en que me ha tocado vivir, y eso sí que me ha proporcionado un mejor futuro que si hubiera estudiado una carrera. He aprendido que aunque se vea todo negro, también se puede salir del pozo. Yo lo he conseguido en el momento más crítico de mi existencia; en unos minutos todo cambió radicalmente y ahora soy la persona más feliz del mundo. No puedo saber cómo será mi futuro, lo único de lo que soy consciente es de que, si vuelvo a pasar por situaciones de dolor (por supuesto, no relacionadas con la anorexia, porque la tengo más que superada), tendré fuerzas para salir del bache, porque siempre tendré a algún familiar o amigo a mi lado; o un amanecer o atardecer que contemplar; o un inmenso mar ante el que sentarme y poder comprobar su majestuosa belleza; o un otoño con sus lindas hojas doradas; o un invierno de bellos paisajes blancos; o una primavera con sus hermosos campos plagados de frescas flores; o un verano con un sol esplendoroso que llena el ambiente de luz y de vida; o, simplemente, la sonrisa de un niño... Hay tantas cosas, tantos momentos a nuestro alrededor con los que disfrutar... Sólo tenemos que valorarlos en su justa medida y nos sentiremos los seres más afortunados del mundo.